Un relato corto de Paulo Coelho
Al
concluir una conferencia en La Haya, Holanda, se me acercó un grupo de
lectores. Querían que visitase la ciudad donde vivían ya que, según ellos, allí
estaba teniendo lugar una experiencia única en Europa. Los lectores, dos chicas y cuatro muchachos,
me condujeron hasta la ciudad de Drachten. Al llegar a tomar un café me miraban
sorprendidos, pero yo no entendía qué pasaba. Al cabo de un rato, uno de ellos
preguntó:
-¿No ha observado nada especial?
- Una ciudad pequeña, bonita, en un
otoño que todavía parecía verano. Aparte de eso, igual a todas las otras
ciudades de este mundo que conozco.
-Usted me ha decepcionado, dijo una de
las muchachas. Pensaba que usted creía en las señales. -Claro que creo en las señales.
-¿Y ha visto alguna señal aquí?
- No -
-Pues de eso se trata! Drachten es una ciudad sin ningún tipo de
señal.
-Su novio continuó: -¡De tránsito!
De
repente me di cuenta de que tenía razón. No existía la famosa placa de “Stop”,
las líneas de paso de peatones, las señales de cruce y de “ceda el paso”. ¡No
había un sólo semáforo! Y para sorpresa ni siquiera existía división entre
acera y calzada. Y no es que hubiera poco movimiento. Camiones, coches,
bicicletas, peatones, todo parecía perfectamente organizado en medio de la
orfandad de señales. Nunca oí un insulto, frenadas o bocinas ensordecedoras.
Camino del aeropuerto - viajaba esa noche a París - me contaron más sobre la experiencia que, admito, es realmente singular. La idea nació de un ingeniero, Hans Mondermann, que trabajaba para el gobierno holandés en los ‘70. Pensó que la única manera de reducir el reciente número de accidentes era darle al conductor la total responsabilidad de lo que hiciera. Su primera decisión consistió en reducir la longitud de las calles que pasaban por los pueblitos, usar ladrillos rojos en lugar de asfalto, quitar la línea central que separa los dos sentidos y llenar las alamedas con fuentes y paisajes de modo que los atrapados en los embotellamientos pudieran distraerse mientras esperaban.
Inmediatamente después vino la decisión más radical: quitar las señales de tránsito y acabar con el límite de velocidad. Al entrar en la ciudad, los 6.000 conductores que pasaban por ahí diariamente se asustaban: ¿Dónde puedo doblar?. O ¿Quién tiene prioridad?, se preguntaban. Y de este modo comenzaban a prestar el doble de atención a lo que sucedía a su alrededor. Dos semanas más tarde, la velocidad media estaba por debajo de los 30 km/h permitido en localidades como Drachten.
Mondermann
apostaba fuerte: “Si un peatón va a cruzar la calle, por supuesto que los
coches se detendrán, nuestros abuelos ya nos enseñaron las reglas de
cortesía”. Hasta ahora, el tiempo le da
la razón. Llegué al aeropuerto pensando que Modermann no sólo hizo un
experimento sobre el tránsito sino uno más profundo. A fin de cuentas, suya es
la frase:
“Si
tratas a una personas como a un idiota, se comportará según el reglamento y
nada más. Pero
si le das responsabilidad, sabrá usarla”.
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